Paul Brunton
Paul Brunton (1898-1981). Born in London, his mystical and occult
sensitivity soon led him East, first to India and Egypt, and then around the
world. Nacido en Londres, su sensibilidad hacía la mística y lo oculto
pronto lo llevó Oriente, primero a la India y después a Egipto, y luego a todo
el mundo. Abandonó la carrera periodística para vivir entre yoguis, místicos y
hombres santos, dedicándose al estudió de las enseñanzas esotéricas de Oriente
y Occidente.
Viajero incansable, experto en técnicas de yoga y misticismo
oriental, fue uno de los pocos occidentales en ser autorizado a pasar una noche
en el interior de la Gran Pirámide. Pronto se arrepentiría de ello. Aunque ya
había sido advertido por los lugareños de que aquel monumento estaba plagado de
espectros y genios, una vez dentro, decidió, “sintonizar” con la energía de
aquel lugar. El resultado no se hizo esperar. Totalmente a oscuras, percibió
cómo un grupo de formas grises y vaporosas comenzaban a rodearle:
“Rodeóme un tropel de monstruosos entes elementales -cuenta-,
de malignos espantos del averno, de figuras de aspecto grotesco, insano,
extraño y diabólico, que me provocaron una repulsión inconcebible. Viví unos
instantes que no olvidaré jamás. Aquella escena increíble ha quedado vivamente
fotografiada en mi memoria. Ese experimento no lo repetiré jamás; nunca volveré
a alojarme de noche en la gran pirámide.”
Pero la experiencia no había hecho sino empezar. Tan fácilmente como habían
aparecido, aquellos seres desaparecieron en la oscuridad. Transcurrió un cierto
tiempo, y dos altas figuras de mirada amistosa aparecieron en la sala. Vestían
sendas túnicas blancas. Y les rodeaba un halo luminoso. Por sus insignias, el
escritor los identificó rápidamente como sacerdotes de un antiguo culto
egipcio. Permanecieron inmóviles, como estatuas, con las manos cruzadas sobre
el pecho, contemplándole en silencio. Finalmente, uno de los dos acercó su
rostro al de Paul y le preguntó:
-¿Por qué viniste a este sitio, a tratar de evocar las
potencias secretas? ¿No te bastan las sendas de los mortales?
-No, no me bastan! - Respondió el escritor-
-La agitación de las muchedumbres en las ciudades reconforta
el corazón tembloroso del hombre -dijo él-. Vete; vuelve a reunirte con tus
semejantes y pronto olvidarás el frívolo antojo que te trajo hasta aquí.
Pero Paul volvió a responder:
-¡No, no puede ser!
El espíritu hizo un nuevo esfuerzo.
-La senda del ensueño te alejará de los lindes de la razón.
Algunos lo siguieron, y regresaron locos. Vuélvete ahora, que aun estás a
tiempo, y sigue el camino asignado a los pies de los mortales.
-Debo seguir esta senda. Ahora ya no hay ninguna otra para
mi.
El sacerdote dió entonces un paso adelante v volvió a inclinarse sobre él. Vi
su anciano rostro destacado en las tinieblas.
-Aquel que entra en contacto con nosotros -murmuró en su
oído-, pierde su vínculo con el mundo. ¿Puedes andar solo?
-No sé -Respondió Paul-
Ante tal respuesta, el sacerdote desapareció. El otro ser, de
rostro viejísimo, se aproximó al cofre de mármol y le explicó serenamente:
Hijo mio, los poderosos amos de las potencias secretas te han
tomado en sus manos. Esta noche serás conducido a la sala del saber. Tiéndete
sobre esa piedra! Antiguamente habrías tenido que hacerlo allí, sobre un lecho
de cañas de papiro.
Paul se acostó de espaldas sobre la losa.
“Lo que sucedió inmediatamente después –escribe Paul-,
todavía no lo veo muy claro. Fué como si inesperadamente me hubiesen dado una
dosis de algún anestésico especial, de acción lenta, porque todos mis músculos
se pusieron tensos, y en seguida comenzó a invadirme los miembros un letargo
paralizante. Todo el cuerpo quedó rígido entumecido. Comencé primeramente a
sentir los pies fríos, cada vez más fríos; luego la frialdad fué subiendo,
gradualmente, imperceptiblemente; llegó hasta las rodillas y prosiguió su
avance. Era como si, al escalar una montaña, me hubiese hundido hasta la
cintura en un montón de nieve. Mis miembros inferiores quedaron completamente
baldados.
Pasé luego a un estado de semisomnolencia, y en mi mente se
insinuó el misterioso presentimiento de que mi muerte estaba próxima. No me
perturbó, sin embargo; hacía mucho tiempo que yo me había librado del viejo
miedo a la muerte, y aceptaba filosóficamente su inevitabilidad.
Mientras la extraña sensación de frigidez seguía apoderándose de mí, subiéndome
por la temblorosa columna vertebral y dominándome todo el cuerpo, yo sentí que
mi conciencia se iba hundiendo hacia adentro, hacia un punto central de mi
cerebro; mi respiración, entretanto, se debilitaba cada vez más.
Cuando el frío me llegó al pecho y me paralizó completamente
el resto del cuerpo, sobrevino algo parecido a un ataque cardíaco; pero pasó
pronto, y comprendí que la crisis suprema no tardaría mucho en llegar.
Si hubiese podido mover mis rígidas mandíbulas, habría celebrado con una
carcajada el pensamiento que me asaltó en ese instante. Mañana, pensé, hallarán
mi cadáver dentro de la gran pirámide, y todo habrá terminado para mi.
Yo estaba seguro de que mis sensaciones se debían al tránsito
de mi espíritu de la vida física a las regiones de ultratumba.
Aunque yo sabía perfectamente que estaba pasando por las
sensaciones del fallecimiento, ya no oponía ni la más mínima resistencia.
Por último, mi conciencia reconcentrada quedó confinada en la cabeza, y en mi
cerebro hubo un furioso remolino final. Tuve la sensación de que un tifón
tropical me lanzaba hacia arriba por un estrecho agujero; experimenté luego el
temor momentáneo de ser arrojado al espacio infinito; di un salto hacia lo
desconocido, y... ¡quedé libre!
Al principio me encontré tendido de espaldas, en la misma
posición horizontal que el cuerpo que acababa de desocupar, flotando por encima
de la losa de piedra. Tuve luego la sensación de que una mano invisible,
después de empujarme un poco hacia adelante, me hacía girar longitudinalmente
hasta dejarme en pie sobre mis talones. Al final experimenté la curiosa sensación
de estar al mismo tiempo de pie y flotando.
Miré el abandonado cuerpo de carne y huesos que yacía postrado e inmóvil sobre
la laja. El rostro inexpresivo estaba vuelto hacía arriba, con los ojos apenas
entreabiertos; pero el brillo de las pupilas era suficiente para indicar que
los párpados no estaban realmente cerrados. Los brazos estaban cruzados sobre
el pecho, postura que yo no recordaba haber adoptado. ¿Alguien los había
cruzado sin que yo me diera cuenta del movimiento? Las piernas y los pies,
estirados y juntos, se tocaban. Aquél era mi cuerpo, aparentemente muerto, del
cual yo me había retirado.
Advertí entonces que yo, el nuevo yo, despedía un hilo de
suave luz plateada, que se proyectaba sobre el cataléptico ser de la laja. Me
sorprendió descubrirlo, pero mayor fué mi sorpresa cuando noté que el
misterioso cordón umbilical psíquico contribuía a iluminar el rincón donde yo
me hallaba; sobre las paredes de piedra había una suave claridad semejante a la
luz de la luna.
Yo no era más que un fantasma, un ente sin cuerpo alojado en
el espacio. Comprendí, por fin, por qué los sabios egipcios de la antigüedad
representaban en los jeroglíficos el alma humana con la figura simbólica de un
pájaro. Yo había experimentado la sensación de que aumentaban mi estatura y mi
volumen, de que me desplegaba, como si tuviese un par de alas. ¿Y no me había
elevado en el aire, donde quedé flotando sobre mi cuerpo desechado, lo mismo
que un pájaro que alza el vuelo y se queda planeando en círculo alrededor de un
punto? ¿No tuve la impresión de que me había envuelto un gran vacío? Sí, el
símbolo del pájaro era acertado.
Sí; yo me había elevado en el espacio, desprendiendo mi alma
de su envoltura mortal, dividiéndome en dos partes gemelas, abandonando el
mundo que conocí tanto tiempo. En el cuerpo duplicado que ahora habitaba, tenía
la impresión de ser etéreo, de una liviandad extrema. Mirando la fría losa
donde yacía mi cuerpo, surgió en mi mente una idea singular; fué una
comprensión singular que me dominó y tomó forma en las siguientes palabras
silenciosas:
"Éste es el estado de la muerte. Ahora sé que soy un
alma, que puedo existir separado de mi cuerpo. Siempre lo creeré, porque lo he
comprobado."
Esta noción se aferró a mí tenazmente, mientras yo permanecía suspendido en el
aire por encima de mi desocupada residencia carnal. Yo había comprobado la
supervivencia en una forma que me pareció más satisfactoria: ¡mediante la
experiencia de morir y sobrevivir! Continué observando los yacentes restos que
había abandonado. En cierto modo, me fascinaban. ¿Era aquello, ese cuerpo
desechado, lo que yo había considerado durante tantos años que era yo? En ese
momento veía con toda claridad que era solamente una masa de substancia
carnosa, desprovista de inteligencia y de conciencia. Contemplando los ojos sin
vista, insensibles, percibí en toda su fuerza la ironía de la situación. Mi
cuerpo terrenal me había aprisionado, había retenido mi verdadero yo pero ahora
estaba libre. Yo había sido llevado de un lado para otro sobre la superficie
del planeta por un organismo al que había confundido con mi verdadero ser
central.
La fuerza de gravedad había desaparecido; yo flotaba literalmente en el aire,
con la extraña sensación de estar medio suspendido y medio de pie.
De pronto apareció a mi lado el anciano sacerdote, grave e imperturbable. Alzó
los ojos al cielo, mostrando su rostro noble, y con gesto reverente elevó esta
oración:
- ¡Oh, Amón! ¡Oh, Amón que estás en el cielo, vuelve tu
rostro hacia el cuerpo muerto de tu hijo, y favorécelo en el mundo espiritual!
–terminó-.
Luego se volvió a mí y me dijo:
-Ahora aprendiste la gran lección. El hombre, cuya alma nació
de lo imperecedero, no puede morir. Redacta esta verdad con las palabras que
los hombres entienden. ¡Mira!
Saliendo del espacio, vi llegar primero el rostro
semiolvidado de una mujer a cuyo sepelio asistí más de veinte años atrás; luego
el semblante familiar de un hombre que había sido para mí más que un amigo y a
quien vi por última vez, hacía doce años, reposando en su ataúd; y finalmente
la dulce figura sonriente de una criatura conocida que había muerto de una
caída accidental.
Los tres me miraron con expresión serena, y sus voces amigas volvieron a
resonar una vez más junto a mí. Mantuve la más breve de las conversaciones con
los llamados muertos, que no tardaron en desvanecerse y desaparecer.
-También ellos viven, como vives tú, como vive esta pirámide,
que vió morir medio mundo y sigue viviendo -dijo el sumo sacerdote. Has de
saber, hijo mío, que en este antiguo santuario se encuentra la perdida historia
de las primeras razas de la humanidad y de la alianza que hicieron con el
creador por medio del primero de sus grandes profetas. Te diré también que
antiguamente eran traídos a este lugar hombres escogidos para mostrarles la
alianza mediante la cual podían tornar al seno de sus semejantes manteniendo
vivo el gran secreto. Llévate contigo esta advertencia: cuando los hombres
reniegan de su creador y miran con odio a sus semejantes, como los príncipes de
Atlántida, en cuya época fué construida esta pirámide, son destruidos por el
peso de su propia iniquidad, como fué destruido el pueblo de Atlántida.
"No fué el creador el que hundió a Atlántida, sino el
egoísmo, la crueldad, la ceguera espiritual del pueblo que habitaba en esas
islas condenadas. El creador ama a todos; pero la vida de los hombres está
gobernada por leyes invisibles que él les impuso. Llévate, pues, esta
advertencia contigo."
Agitóse en mi interior un gran deseo de ver esa misteriosa alianza; el espíritu
debió de leer mi pensamiento, porque se apresuró a decir:
-Todas las cosas a su debido tiempo. Todavía, no, hijo mío, todavía no.
Me sentí desilusionado.
El sacerdote me miró durante unos instantes.
-A ningún hombre de tu pueblo se le ha permitido hasta ahora
que lo viera. Pero como tú eres un hombre versado en estas cosas, y has venido
aquí trayendo comprensión y buena voluntad en tu corazón, es justo que recibas
alguna satisfacción. ¡Ven conmigo!
Sucedió entonces algo extraño. Caí, al parecer, en una
especie de semicoma, mi conciencia se borró momentáneamente, y cuando la
recuperé advertí que había sido transportado a otro lugar. Estaba en un largo
pasaje suavemente iluminado, aunque no se veían ni lámparas ni ventanas; supuse
que la fuente luminosa debía de ser el halo que emanaba de mi compañero,
combinado con la irradiación del cordón luminoso de éter vibrante que se
extendía detrás de mí. Pero comprendí que esos focos no explicaban
suficientemente la luz. Las paredes estaban construidas con piedras
refulgentes, de color terracota rosada, unidas con las junturas más delicadas.
El piso, en cuesta descendente, tenía exactamente la misma inclinación que el
pasaje de entrada a la pirámide. La mampostería estaba bien terminada. El
pasaje era rectangular y bastante bajo, pero sin llegar a ser incómodo. No pude
descubrir el origen de la misteriosa iluminación, aunque todo el interior
relucía como si recibiera la luz de una lámpara.
El gran sacerdote me indicó que lo siguiera.
-No mires hacia atrás -me dijo-, ni vuelvas la cabeza.
Caminamos un breve trecho cuesta abajo, hasta que llegamos al
final del pasaje, donde se abría la entrada de una gran cámara que tenía el
aspecto de un templo. Yo sabía perfectamente que estaba dentro o debajo de la
pirámide, pero nunca había visto ni aquel pasaje ni aquella cámara. Eran,
evidentemente, secretos, y no habían podido ser descubiertos hasta entonces.
No pude menos de sentirme enormemente excitado por aquel
impresionante hallazgo; se apoderó de mí la tremenda curiosidad de averiguar
dónde estaba la entrada. Finalmente se me hizo imperioso volver la cabeza y
echar un rápido vistazo hacia atrás con la esperanza de ver la puerta secreta.
Yo no había visto por dónde había entrado en aquel sitio, pero en el extremo
opuesto del pasaje, donde debía haber una abertura, no vi más que bloques
rectangulares aparentemente cementados entre sí. Estaba mirando una pared. Y
entonces me arrebató velozmente una fuerza irresistible, toda la escena se
borró y me encontré flotando de nuevo en el espacio. Oí las palabras:
"Todavía no, todavía no", como repetidas por un eco, y pocos minutos
más tarde divisé mi cuerpo inconsciente tendido sobre la piedra. La voz del
gran sacerdote me llegó en un murmullo.
-Hijo mío -decía-; no tiene importancia que descubras o no la puerta.
Dedícate a buscar en tu mente el pasaje secreto que te
conducirá a la cámara escondida dentro de tu propia alma, y habrás encontrado
algo realmente valioso. El misterio de la gran pirámide es el misterio de tu
propia alma. Las cámaras secretas y los antiguos archivos de la historia están
todos contenidos en tu propia naturaleza. Lo que enseña la pirámide es que el
hombre debe volverse hacia su propio interior, debe aventurarse a penetrar en
el centro desconocido de su ser para buscar su alma, como debe aventurarse a
penetrar en las simas desconocidas de este templo a buscar su más profundo
secreto. ¡Adiós!
Apoderóse de mi mente un torbellino en el que giré con
rapidez; arrebatado por una fuerza que me atraía, me fui deslizando
irremediablemente hacia abajo, siempre hacia abajo. Presa de un pesado letargo,
me pareció que volvía a fundirme dentro de mi cuerpo físico. Con un esfuerzo de
voluntad, traté de mover los rígidos músculos, pero no pude y finalmente me
desmayé...
Abrí los ojos sobresaltado; espesas tinieblas me rodeaban.
Cuando pasó el entumecimiento, me apoderé de la linterna y encendí la luz.
Estaba de nuevo en la cámara del rey; todavía me duraba la excitación, y era
tanta y tan intensa que salté de la piedra gritando. El eco devolvió mi voz con
acentos apagados; pero yo, en lugar de sentir el piso debajo de mis pies, me
encontré cayendo en el espacio. Me pude salvar únicamente porque lancé ambas
manos sobre la laja, y me quedé colgando de su borde. Comprendí entonces lo que
había pasado. Al levantarme me había corrido involuntariamente hacia el otro
extremo de la losa; mis piernas se columpiaban dentro del agujero excavado en
el rincón noroeste del piso.
Me alcé hasta pisar de nuevo terreno firme, cogí la linterna y alumbré la
esfera de mi reloj. El cristal se había quebrado en dos sitios al golpear mi
mano contra la pared, cuando salí de un salto del agujero; pero la maquinaria
seguía con su alegre tictac. Y entonces, cuando vi la hora que era, estuve a
punto de lanzar una carcajada, pese a la solemnidad del lugar.
Porque era exactamente la melodramática hora de la medianoche.”
Fuente:
Paul Brunton,"El Egipto Secreto" .Editorial Kier, Buenos
Aires