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domingo, 27 de abril de 2014

UNA NOCHE DENTRO DE LA GRAN PIRAMIDE



Paul Brunton


Paul Brunton (1898-1981). Born in London, his mystical and occult sensitivity soon led him East, first to India and Egypt, and then around the world. Nacido en Londres, su sensibilidad hacía la mística y lo oculto pronto lo llevó Oriente, primero a la India y después a Egipto, y luego a todo el mundo. Abandonó la carrera periodística para vivir entre yoguis, místicos y hombres santos, dedicándose al estudió de las enseñanzas esotéricas de Oriente y Occidente.

Viajero incansable, experto en técnicas de yoga y misticismo oriental, fue uno de los pocos occidentales en ser autorizado a pasar una noche en el interior de la Gran Pirámide. Pronto se arrepentiría de ello. Aunque ya había sido advertido por los lugareños de que aquel monumento estaba plagado de espectros y genios, una vez dentro, decidió, “sintonizar” con la energía de aquel lugar. El resultado no se hizo esperar. Totalmente a oscuras, percibió cómo un grupo de formas grises y vaporosas comenzaban a rodearle:




“Rodeóme un tropel de monstruosos entes elementales -cuenta-, de malignos espantos del averno, de figuras de aspecto grotesco, insano, extraño y diabólico, que me provocaron una repulsión inconcebible. Viví unos instantes que no olvidaré jamás. Aquella escena increíble ha quedado vivamente fotografiada en mi memoria. Ese experimento no lo repetiré jamás; nunca volveré a alojarme de noche en la gran pirámide.” 

Pero la experiencia no había hecho sino empezar. Tan fácilmente como habían aparecido, aquellos seres desaparecieron en la oscuridad. Transcurrió un cierto tiempo, y dos altas figuras de mirada amistosa aparecieron en la sala. Vestían sendas túnicas blancas. Y les rodeaba un halo luminoso. Por sus insignias, el escritor los identificó rápidamente como sacerdotes de un antiguo culto egipcio. Permanecieron inmóviles, como estatuas, con las manos cruzadas sobre el pecho, contemplándole en silencio. Finalmente, uno de los dos acercó su rostro al de Paul y le preguntó:

-¿Por qué viniste a este sitio, a tratar de evocar las potencias secretas? ¿No te bastan las sendas de los mortales?

 -No, no me bastan!  - Respondió el escritor-

-La agitación de las muchedumbres en las ciudades reconforta el corazón tembloroso del hombre -dijo él-. Vete; vuelve a reunirte con tus semejantes y pronto olvidarás el frívolo antojo que te trajo hasta aquí.

Pero Paul volvió a responder:

-¡No, no puede ser!

El espíritu hizo un nuevo esfuerzo.

-La senda del ensueño te alejará de los lindes de la razón. Algunos lo siguieron, y regresaron locos. Vuélvete ahora, que aun estás a tiempo, y sigue el camino asignado a los pies de los mortales.

-Debo seguir esta senda. Ahora ya no hay ninguna otra para mi.  

El sacerdote dió entonces un paso adelante v volvió a inclinarse sobre él. Vi su anciano rostro destacado en las tinieblas.

-Aquel que entra en contacto con nosotros -murmuró en su oído-, pierde su vínculo con el mundo. ¿Puedes andar solo?

-No sé  -Respondió Paul-

Ante tal respuesta, el sacerdote desapareció. El otro ser, de rostro viejísimo, se aproximó al cofre de mármol y le explicó serenamente:

Hijo mio, los poderosos amos de las potencias secretas te han tomado en sus manos. Esta noche serás conducido a la sala del saber. Tiéndete sobre esa piedra! Antiguamente habrías tenido que hacerlo allí, sobre un lecho de cañas de papiro.

Paul se acostó de espaldas sobre la losa.

“Lo que sucedió inmediatamente después –escribe Paul-, todavía no lo veo muy claro. Fué como si inesperadamente me hubiesen dado una dosis de algún anestésico especial, de acción lenta, porque todos mis músculos se pusieron tensos, y en seguida comenzó a invadirme los miembros un letargo paralizante. Todo el cuerpo quedó rígido entumecido. Comencé primeramente a sentir los pies fríos, cada vez más fríos; luego la frialdad fué subiendo, gradualmente, imperceptiblemente; llegó hasta las rodillas y prosiguió su avance. Era como si, al escalar una montaña, me hubiese hundido hasta la cintura en un montón de nieve. Mis miembros inferiores quedaron completamente baldados.

Pasé luego a un estado de semisomnolencia, y en mi mente se insinuó el misterioso presentimiento de que mi muerte estaba próxima. No me perturbó, sin embargo; hacía mucho tiempo que yo me había librado del viejo miedo a la muerte, y aceptaba filosóficamente su inevitabilidad. 

Mientras la extraña sensación de frigidez seguía apoderándose de mí, subiéndome por la temblorosa columna vertebral y dominándome todo el cuerpo, yo sentí que mi conciencia se iba hundiendo hacia adentro, hacia un punto central de mi cerebro; mi respiración, entretanto, se debilitaba cada vez más.

Cuando el frío me llegó al pecho y me paralizó completamente el resto del cuerpo, sobrevino algo parecido a un ataque cardíaco; pero pasó pronto, y comprendí que la crisis suprema no tardaría mucho en llegar. 

Si hubiese podido mover mis rígidas mandíbulas, habría celebrado con una carcajada el pensamiento que me asaltó en ese instante. Mañana, pensé, hallarán mi cadáver dentro de la gran pirámide, y todo habrá terminado para mi.

Yo estaba seguro de que mis sensaciones se debían al tránsito de mi espíritu de la vida física a las regiones de ultratumba.

Aunque yo sabía perfectamente que estaba pasando por las sensaciones del fallecimiento, ya no oponía ni la más mínima resistencia. 

Por último, mi conciencia reconcentrada quedó confinada en la cabeza, y en mi cerebro hubo un furioso remolino final. Tuve la sensación de que un tifón tropical me lanzaba hacia arriba por un estrecho agujero; experimenté luego el temor momentáneo de ser arrojado al espacio infinito; di un salto hacia lo desconocido, y... ¡quedé libre!

Al principio me encontré tendido de espaldas, en la misma posición horizontal que el cuerpo que acababa de desocupar, flotando por encima de la losa de piedra. Tuve luego la sensación de que una mano invisible, después de empujarme un poco hacia adelante, me hacía girar longitudinalmente hasta dejarme en pie sobre mis talones. Al final experimenté la curiosa sensación de estar al mismo tiempo de pie y flotando. 

Miré el abandonado cuerpo de carne y huesos que yacía postrado e inmóvil sobre la laja. El rostro inexpresivo estaba vuelto hacía arriba, con los ojos apenas entreabiertos; pero el brillo de las pupilas era suficiente para indicar que los párpados no estaban realmente cerrados. Los brazos estaban cruzados sobre el pecho, postura que yo no recordaba haber adoptado. ¿Alguien los había cruzado sin que yo me diera cuenta del movimiento? Las piernas y los pies, estirados y juntos, se tocaban. Aquél era mi cuerpo, aparentemente muerto, del cual yo me había retirado.

Advertí entonces que yo, el nuevo yo, despedía un hilo de suave luz plateada, que se proyectaba sobre el cataléptico ser de la laja. Me sorprendió descubrirlo, pero mayor fué mi sorpresa cuando noté que el misterioso cordón umbilical psíquico contribuía a iluminar el rincón donde yo me hallaba; sobre las paredes de piedra había una suave claridad semejante a la luz de la luna.

Yo no era más que un fantasma, un ente sin cuerpo alojado en el espacio. Comprendí, por fin, por qué los sabios egipcios de la antigüedad representaban en los jeroglíficos el alma humana con la figura simbólica de un pájaro. Yo había experimentado la sensación de que aumentaban mi estatura y mi volumen, de que me desplegaba, como si tuviese un par de alas. ¿Y no me había elevado en el aire, donde quedé flotando sobre mi cuerpo desechado, lo mismo que un pájaro que alza el vuelo y se queda planeando en círculo alrededor de un punto? ¿No tuve la impresión de que me había envuelto un gran vacío? Sí, el símbolo del pájaro era acertado.

Sí; yo me había elevado en el espacio, desprendiendo mi alma de su envoltura mortal, dividiéndome en dos partes gemelas, abandonando el mundo que conocí tanto tiempo. En el cuerpo duplicado que ahora habitaba, tenía la impresión de ser etéreo, de una liviandad extrema. Mirando la fría losa donde yacía mi cuerpo, surgió en mi mente una idea singular; fué una comprensión singular que me dominó y tomó forma en las siguientes palabras silenciosas:

"Éste es el estado de la muerte. Ahora sé que soy un alma, que puedo existir separado de mi cuerpo. Siempre lo creeré, porque lo he comprobado." 

Esta noción se aferró a mí tenazmente, mientras yo permanecía suspendido en el aire por encima de mi desocupada residencia carnal. Yo había comprobado la supervivencia en una forma que me pareció más satisfactoria: ¡mediante la experiencia de morir y sobrevivir! Continué observando los yacentes restos que había abandonado. En cierto modo, me fascinaban. ¿Era aquello, ese cuerpo desechado, lo que yo había considerado durante tantos años que era yo? En ese momento veía con toda claridad que era solamente una masa de substancia carnosa, desprovista de inteligencia y de conciencia. Contemplando los ojos sin vista, insensibles, percibí en toda su fuerza la ironía de la situación. Mi cuerpo terrenal me había aprisionado, había retenido mi verdadero yo pero ahora estaba libre. Yo había sido llevado de un lado para otro sobre la superficie del planeta por un organismo al que había confundido con mi verdadero ser central. 

La fuerza de gravedad había desaparecido; yo flotaba literalmente en el aire, con la extraña sensación de estar medio suspendido y medio de pie. 

De pronto apareció a mi lado el anciano sacerdote, grave e imperturbable. Alzó los ojos al cielo, mostrando su rostro noble, y con gesto reverente elevó esta oración:

- ¡Oh, Amón! ¡Oh, Amón que estás en el cielo, vuelve tu rostro hacia el cuerpo muerto de tu hijo, y favorécelo en el mundo espiritual! –terminó-. 

Luego se volvió a mí y me dijo:

-Ahora aprendiste la gran lección. El hombre, cuya alma nació de lo imperecedero, no puede morir. Redacta esta verdad con las palabras que los hombres entienden. ¡Mira!

Saliendo del espacio, vi llegar primero el rostro semiolvidado de una mujer a cuyo sepelio asistí más de veinte años atrás; luego el semblante familiar de un hombre que había sido para mí más que un amigo y a quien vi por última vez, hacía doce años, reposando en su ataúd; y finalmente la dulce figura sonriente de una criatura conocida que había muerto de una caída accidental. 

Los tres me miraron con expresión serena, y sus voces amigas volvieron a resonar una vez más junto a mí. Mantuve la más breve de las conversaciones con los llamados muertos, que no tardaron en desvanecerse y desaparecer.

-También ellos viven, como vives tú, como vive esta pirámide, que vió morir medio mundo y sigue viviendo -dijo el sumo sacerdote. Has de saber, hijo mío, que en este antiguo santuario se encuentra la perdida historia de las primeras razas de la humanidad y de la alianza que hicieron con el creador por medio del primero de sus grandes profetas. Te diré también que antiguamente eran traídos a este lugar hombres escogidos para mostrarles la alianza mediante la cual podían tornar al seno de sus semejantes manteniendo vivo el gran secreto. Llévate contigo esta advertencia: cuando los hombres reniegan de su creador y miran con odio a sus semejantes, como los príncipes de Atlántida, en cuya época fué construida esta pirámide, son destruidos por el peso de su propia iniquidad, como fué destruido el pueblo de Atlántida.

"No fué el creador el que hundió a Atlántida, sino el egoísmo, la crueldad, la ceguera espiritual del pueblo que habitaba en esas islas condenadas. El creador ama a todos; pero la vida de los hombres está gobernada por leyes invisibles que él les impuso. Llévate, pues, esta advertencia contigo." 

Agitóse en mi interior un gran deseo de ver esa misteriosa alianza; el espíritu debió de leer mi pensamiento, porque se apresuró a decir: 

-Todas las cosas a su debido tiempo. Todavía, no, hijo mío, todavía no. 

Me sentí desilusionado.

El sacerdote me miró durante unos instantes.

-A ningún hombre de tu pueblo se le ha permitido hasta ahora que lo viera. Pero como tú eres un hombre versado en estas cosas, y has venido aquí trayendo comprensión y buena voluntad en tu corazón, es justo que recibas alguna satisfacción. ¡Ven conmigo!
Sucedió entonces algo extraño. Caí, al parecer, en una especie de semicoma, mi conciencia se borró momentáneamente, y cuando la recuperé advertí que había sido transportado a otro lugar. Estaba en un largo pasaje suavemente iluminado, aunque no se veían ni lámparas ni ventanas; supuse que la fuente luminosa debía de ser el halo que emanaba de mi compañero, combinado con la irradiación del cordón luminoso de éter vibrante que se extendía detrás de mí. Pero comprendí que esos focos no explicaban suficientemente la luz. Las paredes estaban construidas con piedras refulgentes, de color terracota rosada, unidas con las junturas más delicadas. El piso, en cuesta descendente, tenía exactamente la misma inclinación que el pasaje de entrada a la pirámide. La mampostería estaba bien terminada. El pasaje era rectangular y bastante bajo, pero sin llegar a ser incómodo. No pude descubrir el origen de la misteriosa iluminación, aunque todo el interior relucía como si recibiera la luz de una lámpara.  

El gran sacerdote me indicó que lo siguiera.

-No mires hacia atrás -me dijo-, ni vuelvas la cabeza.

Caminamos un breve trecho cuesta abajo, hasta que llegamos al final del pasaje, donde se abría la entrada de una gran cámara que tenía el aspecto de un templo. Yo sabía perfectamente que estaba dentro o debajo de la pirámide, pero nunca había visto ni aquel pasaje ni aquella cámara. Eran, evidentemente, secretos, y no habían podido ser descubiertos hasta entonces.

No pude menos de sentirme enormemente excitado por aquel impresionante hallazgo; se apoderó de mí la tremenda curiosidad de averiguar dónde estaba la entrada. Finalmente se me hizo imperioso volver la cabeza y echar un rápido vistazo hacia atrás con la esperanza de ver la puerta secreta. Yo no había visto por dónde había entrado en aquel sitio, pero en el extremo opuesto del pasaje, donde debía haber una abertura, no vi más que bloques rectangulares aparentemente cementados entre sí. Estaba mirando una pared. Y entonces me arrebató velozmente una fuerza irresistible, toda la escena se borró y me encontré flotando de nuevo en el espacio. Oí las palabras: "Todavía no, todavía no", como repetidas por un eco, y pocos minutos más tarde divisé mi cuerpo inconsciente tendido sobre la piedra. La voz del gran sacerdote me llegó en un murmullo. 

-Hijo mío -decía-; no tiene importancia que descubras o no la puerta.

Dedícate a buscar en tu mente el pasaje secreto que te conducirá a la cámara escondida dentro de tu propia alma, y habrás encontrado algo realmente valioso. El misterio de la gran pirámide es el misterio de tu propia alma. Las cámaras secretas y los antiguos archivos de la historia están todos contenidos en tu propia naturaleza. Lo que enseña la pirámide es que el hombre debe volverse hacia su propio interior, debe aventurarse a penetrar en el centro desconocido de su ser para buscar su alma, como debe aventurarse a penetrar en las simas desconocidas de este templo a buscar su más profundo secreto. ¡Adiós!

Apoderóse de mi mente un torbellino en el que giré con rapidez; arrebatado por una fuerza que me atraía, me fui deslizando irremediablemente hacia abajo, siempre hacia abajo. Presa de un pesado letargo, me pareció que volvía a fundirme dentro de mi cuerpo físico. Con un esfuerzo de voluntad, traté de mover los rígidos músculos, pero no pude y finalmente me desmayé...

Abrí los ojos sobresaltado; espesas tinieblas me rodeaban. Cuando pasó el entumecimiento, me apoderé de la linterna y encendí la luz. Estaba de nuevo en la cámara del rey; todavía me duraba la excitación, y era tanta y tan intensa que salté de la piedra gritando. El eco devolvió mi voz con acentos apagados; pero yo, en lugar de sentir el piso debajo de mis pies, me encontré cayendo en el espacio. Me pude salvar únicamente porque lancé ambas manos sobre la laja, y me quedé colgando de su borde. Comprendí entonces lo que había pasado. Al levantarme me había corrido involuntariamente hacia el otro extremo de la losa; mis piernas se columpiaban dentro del agujero excavado en el rincón noroeste del piso. 

Me alcé hasta pisar de nuevo terreno firme, cogí la linterna y alumbré la esfera de mi reloj. El cristal se había quebrado en dos sitios al golpear mi mano contra la pared, cuando salí de un salto del agujero; pero la maquinaria seguía con su alegre tictac. Y entonces, cuando vi la hora que era, estuve a punto de lanzar una carcajada, pese a la solemnidad del lugar. 

Porque era exactamente la melodramática hora de la medianoche.”
 
Fuente: Paul Brunton,"El Egipto Secreto" .Editorial Kier, Buenos Aires



martes, 15 de abril de 2014

PALAMAS Y LA LUZ TABÓRICA




Mircea Eliade


En el siglo XIV, un monje calabrés, Barlaam, atacó a los hesicastas del monte Athos acusándoles de mesalianismo. Se fundaba para ello en su propia aserción de que éstos gozaban de la visión de la luz increada Pero, indirectamente, el monje calabrés rindió un gran servicio a la teología mística oriental, pues dio ocasión al gran teólogo Gregorio Palamas, arzobispo de Tesalónica, de defender a los hesicastas del monte Athos en el Concilio de Constantinopla (1341) y de elaborar una teología mística sobre la luz tabórica.


Palamas no tuvo dificultad en demostrar que en la Biblia se menciona a cada paso la luz divina y la gloria de Dios y que el propio Dios es llamado luz. Y aun más, disponía de una abundante literatura mística y ascética -desde los Padres del desierto a Simeón el nuevo teólogo- para demostrar que la deificación por el Espíritu Santo y las manifestaciones visibles de la gracia se distinguen por la visión de la luz increada o por emanaciones de luz. Para Palamas, escribe Vladimiro Lossky, "la luz divina es un dato de la experiencia mística. Es el carácter visible de la divinidad, de las energías por las cuales Dios se comunica y se revela a los que han purificado sus corazones" (1). Esta luz divina y divinizante es la gracia. La transfiguración de Jesús constituye, evidentemente, el misterio central de la teología de Palamas. La discusión con Barlaam giraba especialmente sobre este punto: la luz de la transfiguración, ¿era creada o increada? La mayoría de los Padres de la Iglesia consideraban la luz vista por los apóstoles como increada y divina. Palamas se dedicó a desarrollar este punto (2). Para él, la luz es propia de Dios por naturaleza, existe fuera del tiempo y del espacio y se hace visible en las teofanías del Antiguo Testamento. En el monte Tabor no se dio ningún cambio en Jesús, pero sí una transformación en los apóstoles; éstos, por la gracia divina, recibieron la facultad de ver a Jesús tal como es: cegador en su luz divina. Adán poseía también esta facultad antes de la caída, y será restituida al hombre en las postrimerías escatológicas. O sea, que la percepción de Dios en su luz increada está ligada a la percepción de los orígenes y del fin, al paraíso de antes de la historia y al eschaton que pondrá fin a la historia. Pero los que se hacen dignos del reino de Dios gozan desde ahora de la visión de la luz increada, como los apóstoles en el monte Tabor.

 Por otra parte, y a propósito de la tradición de los monjes egipcios, Palamas afirma que la visión de la luz increada va acompañada de la luminiscencia objetiva del santo. "El que participa en la energía divina se convierte él mismo, de alguna manera, en luz; es unido a la luz y, mediante la luz, ve en plena conciencia todo lo que permanece escondido a aquellos que no han tenido esta gracia" (3).



Palamas se fundamentaba especialmente en la experiencia mística de Simeón el nuevo teólogo. En la Vida de Simeón, escrita por Nicetas Stéthatos, se encuentran algunas indicaciones particularmente precisas que conciernen a esta experiencia. "Una noche en que estaba orando y en que su inteligencia purificada se encontraba unida a la inteligencia primera, vio una luz en lo alto. De repente, esta luz pura e inmensa que provenía del cielo arrojó su claridad sobre él, alumbrándolo todo y produciendo un esplendor parecido al día.


Parecía que la casa y la celda donde se encontraba se habían desvanecido, pasando a la nada en un abrir y cerrar de ojos; que el mismo se encontraba arrebatado por los aires y había olvidado enteramente su cuerpo... ". En otra ocasión, "allá arriba, en lo alto, comenzó a brillar una especie de luz de aurora [...]; esa luz se acrecentó poco a poco, iluminando el aire cada vez más, y él se sintió como liberado de su cuerpo y de las cosas terrestres. Y como esta luz, que continuaba brillando cada vez más, hasta convertirse en un sol en el resplandor del mediodía, se posase sobre él, pudo darse cuenta de que él mismo era el centro de la luz; y se llenó de gozo y de lágrimas por la dulzura que desde tan cerca embargaba todo su cuerpo. Y vio la luz unirse a él de una forma increíble, penetrando poco a poco en su carne y en sus miembros [...]. Vio, pues, cómo esta luz acababa por invadirle por completo, hasta llenar su corazón y sus entrañas, hasta convertirle en fuego y luz. Y como le acababa de ocurrir respecto a la casa, también perdió el sentido de la forma, de la actitud, del espesor y de las apariencias de su propio cuerpo" (4).


Esta concepción se conserva hasta el presente en las Iglesias ortodoxas. Citaré, como ejemplo de irradiación corporal, el célebre caso de San Serafín de Sarov (comienzos del siglo XIX). El discípulo que más tarde consignó las "revelaciones" del santo cuenta que le vio una vez tan brillante, que le era imposible mirarle. Y que exclamó: "No puedo miraros, Padre; vuestros ojos proyectan destellos, vuestra cara se ha hecho más resplandeciente que el sol y yo me encuentro mal a fuerza de miraros". Serafín comenzó entonces a orar, y el discípulo consiguió contemplarle. "Os miro y quedo embargado de un piadoso miedo. Imaginad, a pleno sol, en el fragor de sus resplandecientes rayos de mediodía, la cara de un hombre que os habla. Veis el movimiento de sus labios, la expresión cambiante de sus ojos, escucháis su voz, sentís sus manos en vuestros hombros, pero no veis ni las manos ni el cuerpo de vuestro interlocutor; solamente la luz resplandeciente que se propaga hasta algunas toesas alrededor, alumbrando con su resplandor el prado cubierto de nieve y los copos blancos que no dejan de caer" (5). Sería apasionante comparar esta experiencia del discípulo de San Serafín con el relato que hace Arjuna, en el capítulo XI del Bhagavad-Gitâ, sobre la epifanía de Krishna.


Recordemos también que Sri Ramakrishna, contemporáneo de San Serafín de Sarov, se mostraba a veces luminoso o como rodeado por llamas. "Su cuerpo parecía todavía más alto y tan ligero como un cuerpo visto en sueños. Se iba haciendo luminoso, el color moreno de su cuerpo tomaba un tinte muy claro [...]. El color ocre de su vestidura se confundía con el resplandor de su cuerpo, y podía creérsele rodeado de llamas" (Saradananda, "Sri Ramakrisbna, the Great Master", trad. inglesa, segunda edición revisada, p. 825).



Notas:
 1. Vladimir Lossky, "La théologie de la lumière chez Saint Grégoire Palamas de Thessalonique": "Dieu Vivant", I (1945), pp. 93-118, esp. p. 107. Cf. también, por el mismo autor, "Essai sur la théoIogie de l’Eglise d'Orient", París, 1944, esp. pp. 214 y siguientes. Véase Jean Meyendorff, "Saint Gregoire Palamas et la mystique orthodoxe", París, 1959, pp. 86 y ss.
2. V. Lossky, "La théologie de la lumiere", pp. 110 y ss.
3. Sermon por la fête de la Présentation au Temple de la Sainte Vierge, texto traducido por Lossky, op. cit.., p. 110.
4. "Vie de Syméon le nouveau théologien", n. 5, pp. 8-10; n. 69, pp. 94-95; textos citados por J. Lemaître, op. cit.., col. 1852, 1853.
5. "Révélation de Saint Séraphim de Sarov", fragmento traducido por Lossky, op. cit.., pp. 111-112. Sobre la irradiación de los santos, cf. el importante legajo reunido por O. Leroy, "La splendeur corporelle des saints", París, 1936.
Extracto de Mefistófeles y el andrógino, Labor, Barcelona, 1984.