SIMBOLISMO E INICIACIÓN
Marie-
Madeleine Davy
LA FUNCION DEL SÍMBOLO
La función del símbolo consiste en religar lo alto con lo bajo, creando entre lo divino y lo humano una forma de comunicación que deje conjuntados uno a otro. No se trata de celebrar «el matrimonio del cielo y del infierno» según la expresión de William Blake, sino las nupcias de lo divino y de lo humano. Mircea Eliade ha mostrado que el símbolo no sólo «prolonga una hierofanía o actúa como sustituto», sino que su importancia proviene de «que pueda continuar el proceso de hierofanización, y sobre todo, porque, si llega el caso, él mismo es una hierofanía, es decir, que revela una realidad sagrada o cosmológica que ninguna otra "manifestación" está en condiciones de revelar». De esta manera el símbolo, en su realidad profunda, da testimonio de la presencia de lo divino, traza un círculo en torno a lo sagrado y por este hecho es comparable a una revelación. El hombre siente así una experiencia más o menos inefable de lo divino que adopta formas diversas, dependiendo del punto de la trayectoria sobre la que los símbolos se sitúan y del nivel espiritual del hombre que deviene sujeto de dicha experiencia. Ya sea telúrico, vegetal, animal, solar, etc., el símbolo contiene siempre un dinamismo proporcional a lo que expresa. Existe pues una escala de los símbolos que contiene toda una gama hierofánica concerniente a lo sagrado, pero abordándolo en su umbral o ya en su centro.
(...)
¿Cómo manifestar la naturaleza o la presencia de Dios, si no es por símbolos? En este aspecto, un texto de Máximo de Tiro evoca perfectamente lo que queremos expresar: «Dios padre de todas las cosas y su creador, es anterior al sol y más antiguo que el cielo; más fuerte que el tiempo y la eternidad, y más fuerte que la naturaleza entera que transcurre... Su nombre es indecible, y los ojos no podrían verlo. Entonces, al no poder captar su esencia, buscamos ayuda en las palabras, en los nombres, en las formas animales, en las figuras... en los árboles y en las flores, en las cimas y en las fuentes. Con el deseo de comprenderlo, en nuestra debilidad, prestamos a su naturaleza las bellezas que nos son accesibles... Es una pasión similar a la del amante, para el cual es tan dulce ver un retrato del ser amado, o incluso su lira, su jabalina... Cualquier objeto que despierte su recuerdo...» (Philosophumena, Oratio, II, 9-10)
Según Sugerio, abad de San Denis, «nuestro limitado espíritu no puede captar la verdad sino por medio de representaciones materiales». En la fachada de su iglesia abacial, una inscripción magnifica la belleza del arte:
«Lo que brilla aquí dentro, la puerta dorada os lo anuncia:
por la belleza sensible, el alma, aún grávida de peso, se eleva a la verdadera belleza,
y de la tierra donde yacía enterrada, resucita al cielo,
al ver la luz de estos esplendores»
EXPERIENCIA ESPIRITUAL E INICIACIÓN A TRAVÉS DE LOS SÍMBOLOS
El término iniciático es de uso delicado cuando se trata de la simbólica cristiana, ya que evoca un sentido de segregación, de una minoría de elegidos, escogidos que se separan de la masa profana. Ya tuvimos ocasión para decirlo, y es además cosa bien sabida, que el cristianismo se dirige a la totalidad de los hombres; la iniciación cristiana es en sí accesible a cada uno. Mas si no existen las castas desde el punto de vista social, la selección se produce en el terreno de la calidad del alma o más exactamente consiste en la presencia o en la ausencia de la experiencia espiritual. Ésta resulta de un doble movimiento, pues es gracia y aceptación de esa gracia. La experiencia espiritual es comparable a una iniciación. Puramente interna, enteramente espiritual, puede ser suscitada por elementos externos; en este caso siempre hay un movimiento que va del exterior al interior, siendo el guru en este caso aquel «maestro interior» del que hablaba San Agustín.
Un texto de Gilberto de Holanda ilustra bien nuestra idea. En su comentario al XLIII Sermón sobre el Cantar de los Cantares, éste presta al Esposo (Cristo) dirigiéndole a la Esposa (el alma), una invitación apremiante: «Ábreme (aperi mihi), que yo estoy ya en ti mismo, pero ábreme aún así para que pueda estar en ti con plenitud mayor. Ábreme para que cumpla en ti una nueva entrada. He de darte el rocío de un nuevo impulso de amor... haré caer gota a gota sobre ti los secretos de mi divinidad».
Ya hemos visto, a propósito del símbolo del amor conyugal, la necesidad de rebasar la humanidad de Cristo con el fin de llegar a su divinidad. La experiencia de Dios es una experiencia espiritual, y si no rebasara ciertos límites no sería una experiencia de lo divino. Retomando el texto de Gilberto de Holanda podemos decir que la gracia se ofrece justamente con la llamada: «Ábreme». Aceptarla es «abrir», es decir, reconocer el signo de la presencia y dejarse invadir por tal presencia. Ese «gota a gota de rocío» de que habla nuestro autor, más allá de aquel símbolo de lo que representa en tanto que rocío, significa que el ser, debido a su imperfección, no puede recibir la plenitud de la divinidad. Por ello el alma debe desplegarse, soltarse de algún modo y volverse más amplia, como un jarrón cuyas paredes pudieran dilatarse según su contenido. En experiencias como ésta, el alma no es pasiva en absoluto. Al «Ábreme» de Gilberto de Holanda corresponde el «tu rostro es lo que busco (faciem tuam requiro), muéstramelo (doce me), de Guillermo de San Thierry. Si la experiencia espiritual es primero un diálogo, se acaba en el silencio. En esta experiencia, no es el revestimiento del misterio lo que se presenta, y de alguna manera lo vela, como una corteza: la almendra se ofrece, el interior del fruto se revela. Así, San Bernardo en uno de sus sermones, De diversis (XVI, 7), hace alusión a Dios, que sacia a los santos con la flor del trigo y no con la envoltura de los misterios: ubi adipe frumenti, non cortice sacramenti satiabit nos Deus: luego vuelve varia veces sobre el tema de la envoltura del misterio y de la flor del trigo refiriéndose a la fe y a la visión cara a cara. Hay que pasar por la envoltura para alcanzar el grano de trigo y saciarse con él, la corteza hecha de paja no constituye alimento para el hombre espiritual. Sólo el hombre carnal, comparado por San Bernardo a una bestia de carga, puede contentarse con ello.
La experiencia espiritual se sitúa en el interior de la fe, y sin embargo, de algún modo, sobrepasa la fe, ya que se vuelve certeza. Esta certeza, según los místicos del siglo XII, no determina un estado duradero, sino que se presenta por relámpagos, comparables a hendiduras, a fisuras que quiebran la corteza y de algún modo la entreabren.
La experiencia espiritual iniciática se opera en el centro del alma, o mejor del espíritu teniendo en cuenta esta triple división: cuerpo-alma-espíritu; y dicho centro coincide con la cumbre del espíritu. Esta comparación quizás pueda parecer paradójica, el centro no es una cumbre. Mas se comprende el contenido de este símbolo recordando que el centro es un monte, lugar donde se unen lo celeste y lo terrestre, es decir, es un medio. Así, la Virgen, como criatura, es llamada tierra, mas como Madre de Cristo y como Esposa es nombrada por San Bernardo centro de la tierra.
Todo símbolo hierofánico es un símbolo iniciático cuya captación implica sus pruebas y su iluminación correspondiente. Si las corporaciones, la profesión religiosa, o las novelas del Grial poseen sus símbolos iniciáticos, parece evidente que la verdadera iniciación esté ligada a la experiencia espiritual. El reconocimiento de los símbolos provoca la experiencia espiritual. Así pues, dichos símbolos cumplen una función inicática, ya que la experiencia espiritual –como hemos dicho– coincide con una iniciación.
El hombre iniciado, en el sentido espiritual del término, está desprovisto de todo poder temporal. El homo carnalis puede usar sus poderes y entregarse a la magia, pero el homo spiritualis, se sitúa en un plano muy distinto: poseedor de un secreto –el secreto del rey– puede exclamar con Isaías (XXXIV, 16) secretum meum mihi. Pero este secreto pertenece al orden del conocimiento y su operación se extiende únicamente respecto a la transfiguración del cosmos, en cuanto tal.
El símbolo es un modo de lenguaje que suscita un estado de consciencia. El que lo capta alcanza otro escalón sobre la escala cósmica. Una iniciación se opera entonces, surge un modo de conocimiento desconocido, y el hombre penetra en otro ritmo: es decir, cambia de plano. Los recientes trabajos sobre simbolismo han mostrado cómo éste no puede unirse con una fase psiquica infantil. Lo que resultaría infantil sería detenerse en el símbolo en sí mismo sin rebasarlo, es decir, limitándose al objeto sin captar su proyección. Habría aquí una elección de la sombra por oposición a la luz; en este caso la negación del símbolo se equipara con la actitud infantil hacia él: creencia e incredulidad pueden presentarse en idéntico plano.
La experiencia del símbolo se convierte así en experiencia espiritual, es deleite, dilatación del corazón, estremecimiento interior, expansión del alma. La experiencia espiritual del símbolo se equipara a la experiencia mística, el alma se transforma, e iluminada, penetra en la vía del discernimiento y la sabiduría. Así se encamina de claridad en claridad (cf. II Cor., III, 18), es decir, de símbolo en símbolo, hacia la luz. Y guiada por su amor en tanto que sentido espiritual, descubre finalmente la gloria divina.
( Fragmentos extraídos de: «Iniciación a la Simbología Románica», Marie-Madeleine Davy, Ediciones AKAL, ISBN 84-460-0594-8 )