Mircea Eliade
En el siglo XIV, un monje calabrés, Barlaam, atacó a los hesicastas del monte Athos acusándoles de mesalianismo. Se fundaba para ello en su propia aserción de que éstos gozaban de la visión de la luz increada Pero, indirectamente, el monje calabrés rindió un gran servicio a la teología mística oriental, pues dio ocasión al gran teólogo Gregorio Palamas, arzobispo de Tesalónica, de defender a los hesicastas del monte Athos en el Concilio de Constantinopla (1341) y de elaborar una teología mística sobre la luz tabórica.
Palamas no tuvo
dificultad en demostrar que en la Biblia se menciona a cada paso la luz divina
y la gloria de Dios y que el propio Dios es llamado luz. Y aun más, disponía de
una abundante literatura mística y ascética -desde los Padres del desierto a
Simeón el nuevo teólogo- para demostrar que la deificación por el Espíritu
Santo y las manifestaciones visibles de la gracia se distinguen por la visión
de la luz increada o por emanaciones de luz. Para Palamas, escribe Vladimiro
Lossky, "la luz divina es un dato de la experiencia mística. Es el
carácter visible de la divinidad, de las energías por las cuales Dios se
comunica y se revela a los que han purificado sus corazones" (1). Esta luz
divina y divinizante es la gracia. La transfiguración de Jesús constituye,
evidentemente, el misterio central de la teología de Palamas. La discusión con
Barlaam giraba especialmente sobre este punto: la luz de la transfiguración,
¿era creada o increada? La mayoría de los Padres de la Iglesia consideraban la
luz vista por los apóstoles como increada y divina. Palamas se dedicó a
desarrollar este punto (2). Para él, la luz es propia de Dios por naturaleza,
existe fuera del tiempo y del espacio y se hace visible en las teofanías del
Antiguo Testamento. En el monte Tabor no se dio ningún cambio en Jesús, pero sí
una transformación en los apóstoles; éstos, por la gracia divina, recibieron la
facultad de ver a Jesús tal como es: cegador en su luz divina. Adán poseía
también esta facultad antes de la caída, y será restituida al hombre en las
postrimerías escatológicas. O sea, que la percepción de Dios en su luz increada
está ligada a la percepción de los orígenes y del fin, al paraíso de antes de
la historia y al eschaton que pondrá fin a la historia. Pero los que se hacen
dignos del reino de Dios gozan desde ahora de la visión de la luz increada,
como los apóstoles en el monte Tabor.
Por otra parte, y a propósito de la tradición de los monjes egipcios, Palamas afirma que la visión de la luz increada va acompañada de la luminiscencia objetiva del santo. "El que participa en la energía divina se convierte él mismo, de alguna manera, en luz; es unido a la luz y, mediante la luz, ve en plena conciencia todo lo que permanece escondido a aquellos que no han tenido esta gracia" (3).
Palamas se fundamentaba especialmente en la experiencia mística de Simeón el nuevo teólogo. En la Vida de Simeón, escrita por Nicetas Stéthatos, se encuentran algunas indicaciones particularmente precisas que conciernen a esta experiencia. "Una noche en que estaba orando y en que su inteligencia purificada se encontraba unida a la inteligencia primera, vio una luz en lo alto. De repente, esta luz pura e inmensa que provenía del cielo arrojó su claridad sobre él, alumbrándolo todo y produciendo un esplendor parecido al día.
Parecía que la casa y
la celda donde se encontraba se habían desvanecido, pasando a la nada en un
abrir y cerrar de ojos; que el mismo se encontraba arrebatado por los aires y
había olvidado enteramente su cuerpo... ". En otra ocasión, "allá
arriba, en lo alto, comenzó a brillar una especie de luz de aurora [...]; esa
luz se acrecentó poco a poco, iluminando el aire cada vez más, y él se sintió
como liberado de su cuerpo y de las cosas terrestres. Y como esta luz, que
continuaba brillando cada vez más, hasta convertirse en un sol en el resplandor
del mediodía, se posase sobre él, pudo darse cuenta de que él mismo era el
centro de la luz; y se llenó de gozo y de lágrimas por la dulzura que desde tan
cerca embargaba todo su cuerpo. Y vio la luz unirse a él de una forma
increíble, penetrando poco a poco en su carne y en sus miembros [...]. Vio, pues,
cómo esta luz acababa por invadirle por completo, hasta llenar su corazón y sus
entrañas, hasta convertirle en fuego y luz. Y como le acababa de ocurrir
respecto a la casa, también perdió el sentido de la forma, de la actitud, del
espesor y de las apariencias de su propio cuerpo" (4).
Esta concepción se
conserva hasta el presente en las Iglesias ortodoxas. Citaré, como ejemplo de
irradiación corporal, el célebre caso de San Serafín de Sarov (comienzos del
siglo XIX). El discípulo que más tarde consignó las "revelaciones"
del santo cuenta que le vio una vez tan brillante, que le era imposible
mirarle. Y que exclamó: "No puedo miraros, Padre; vuestros ojos proyectan
destellos, vuestra cara se ha hecho más resplandeciente que el sol y yo me encuentro
mal a fuerza de miraros". Serafín comenzó entonces a orar, y el discípulo
consiguió contemplarle. "Os miro y quedo embargado de un piadoso miedo.
Imaginad, a pleno sol, en el fragor de sus resplandecientes rayos de mediodía,
la cara de un hombre que os habla. Veis el movimiento de sus labios, la
expresión cambiante de sus ojos, escucháis su voz, sentís sus manos en vuestros
hombros, pero no veis ni las manos ni el cuerpo de vuestro interlocutor;
solamente la luz resplandeciente que se propaga hasta algunas toesas alrededor,
alumbrando con su resplandor el prado cubierto de nieve y los copos blancos que
no dejan de caer" (5). Sería apasionante comparar esta experiencia del
discípulo de San Serafín con el relato que hace Arjuna, en el capítulo XI del
Bhagavad-Gitâ, sobre la epifanía de Krishna.
Notas:
Recordemos también que
Sri Ramakrishna, contemporáneo de San Serafín de Sarov, se mostraba a veces
luminoso o como rodeado por llamas. "Su cuerpo parecía todavía más alto y
tan ligero como un cuerpo visto en sueños. Se iba haciendo luminoso, el color
moreno de su cuerpo tomaba un tinte muy claro [...]. El color ocre de su
vestidura se confundía con el resplandor de su cuerpo, y podía creérsele
rodeado de llamas" (Saradananda, "Sri Ramakrisbna, the Great
Master", trad. inglesa, segunda edición revisada, p. 825).
Notas:
1. Vladimir Lossky, "La théologie de la lumière chez
Saint Grégoire Palamas de Thessalonique": "Dieu Vivant", I
(1945), pp. 93-118, esp. p. 107. Cf. también, por el mismo autor, "Essai
sur la théoIogie de l’Eglise d'Orient", París, 1944, esp. pp. 214 y
siguientes. Véase Jean Meyendorff, "Saint Gregoire Palamas et la mystique
orthodoxe", París, 1959, pp. 86 y ss.
2. V. Lossky, "La théologie de la lumiere", pp.
110 y ss.
3. Sermon por la fête de la Présentation au Temple de la
Sainte Vierge, texto traducido por Lossky, op. cit.., p. 110.
4. "Vie de Syméon le nouveau théologien", n. 5,
pp. 8-10; n. 69, pp. 94-95; textos citados por J. Lemaître, op. cit.., col.
1852, 1853.
5. "Révélation de Saint Séraphim de Sarov",
fragmento traducido por Lossky, op. cit.., pp. 111-112. Sobre la irradiación de
los santos, cf. el importante legajo reunido por O. Leroy, "La splendeur
corporelle des saints", París, 1936.
Extracto de Mefistófeles y el andrógino, Labor,
Barcelona, 1984.